«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

miércoles, 8 de mayo de 2019

Domingo Villar: «Intento tratar a mis personajes de un modo democrático, sin prejuzgarlos»


Nº 569.- Casi diez años. Este es el tiempo que ha permanecido inmerso Domingo Villar (Vigo, 1971) en la escritura de ‘El último barco’, tercera entrega de la serie protagonizada por Leo Caldas, un inspector de policía, familiar y gallego, que participa sin mucho entusiasmo en ‘Patrulla en las ondas’, un espacio radiofónico dedicado a la seguridad ciudadana. Una mañana de otoño, mientras la costa atlántica se recupera de los respingos del último temporal, Caldas recibirá la visita del Víctor Andrade, un célebre cirujano, alarmado por la ausencia de su hija, Mónica, que no acudió a una comida familiar pactada de antemano, ni tampoco a su trabajo en una escuela de Artes y Oficios. Mónica Andrade habita una casa pintada de azul, enclavada en un espacio donde las playas de olas mansas contrastan con el bullicio de las de la otra orilla. En la casa todo está en orden, pero es un orden aparente, capaz de ocultar un fondo mucho más oscuro.

Fue frente a otro mar, el Mediterráneo de Benicàssim, vestido de un azul más pálido que el Atlántico gallego, desde donde, teléfono mediante, entrevisté a Domingo Villar. Brillaba el sol a media asta, cuando tecleé el número de Ediciones Siruela. Dos grabadoras trabajaban a pleno pulmón. No era cuestión de desperdiciar una oportunidad largamente esperada. Tras escuchar la melodía de la centralita,  que trasladaba mi llamada al teléfono del escritor vigués, arrancó la conversación. Despacio, sin prisa, con la calma marina del último viernes de abril.

PREGUNTA.- Casi desde siempre, cada vez que entrevisto a un escritor por primera vez comienzo con la misma cuestión: por qué escribe Domingo Villar?
RESPUESTA.- Para mí escribir significa vivir un mundo alternativo al corpóreo. Es una vida tan real como la mía y me afecta del mismo modo que lo hacen las cosas que me suceden en la realidad. También es una forma de canalizar la fantasía creadora que se me desbordó desde que era un niño.
P. Cuando te iniciaste en la literatura,  ¿por qué te decidiste por el género negro o fue el género negro quien te escogió a ti?
R. Por un lado, supongo que surgió por emulación. Igual que los niños quieren jugar al fútbol para ser Gonzalo Guedes o Iago Aspas, yo empecé a escribir porque quería ser Vázquez Montalbán o Andrea Camilleri; y por otro, porque mis mayores me enseñaron que se podía hacer buena literatura desde el mundo de los géneros. Autores como John Banville o Muñoz Molina lo demuestran con sus novelas, novelas policiacas con las que yo disfruté tanto cuando era pequeño.
P. Tus dos primeros títulos, ‘Ojos de agua’ y ‘La playa de los ahogados’ cosecharon un montón de premios, ¿esperabas una acogida tan grande?
R. No, no y voy más allá de eso, porque lo único que yo esperaba es que alguien me leyese. Ni siquiera sabía si iba a publicar algún día. La primera novela en castellano salió con mil doscientos ejemplares y el éxito fue inesperado para todos. Pero de modo sorprendente, el número de lectores fue creciendo poco a poco, a la vez que la crítica acogía la novela con cariño y comenzaban las traducciones a otras lenguas. Desde el año 2006, cuando se publicó ‘Ojos de agua’, no he dejado de pellizcarme para ver que esto es real.



P. Diez años para escribir dos veces una novela, un público lector, entre el que me cuento, impaciente por leer algo nuevo tuyo. Tú confiabas en este proyecto y, en lugar de aparcarlo y comenzar otro distinto, proseguiste el trabajo. Ha sido una apuesta muy fuerte por tu parte.
R. Sí, entre unas cosas y otras han sido casi diez años los transcurridos entre ‘La playa de los ahogados’ y ‘El último barco’. Pero no podía dejarlo, porque la historia me gustaba, me fascinaba. Hay dos vínculos que establecemos con los lectores: uno es la voz narrativa y el otro es la emoción que araña por dentro al autor. Yo lo tenía todo, pero no encontraba esa emoción, así que empecé a escribir de nuevo la misma novela, pero desde un lugar emocional distinto.

El próximo sábado, 11 de mayo, el escritor vigués acudirá al festival València Negra 2019 para presentar ‘El último barco’, su esperada nueva novela.

P. Desde hace muchos años resides en Madrid, ¿para escribir una ficción que transcurre en Galicia es mejor hacerlo desde la distancia?
R. Hemingway decía que hay que escribir sobre un lugar cuando ya se ha abandonado. Con esta premisa escribió ‘Fiesta’ cuando se marchó de Pamplona y ‘El viejo y el mar’ cuando se fue de La Habana. Creo que la visión nostálgica que produce el recuerdo es más embellecedora que pisar el lugar en sí. Carlos Marzal dice que nadie observa tan bien una ciudad como un recién llegado o como alguien que se ha marchado. Muchas veces la cotidianeidad impide explorar los detalles del territorio que nos rodea.
P. Escribes en gallego cada capítulo y lo traduces después al castellano, ¿qué le aporta este modelo de trabajo a tu proceso creador?
R. Uso las dos paletas del pintor. Emocionalmente, el gallego me permite situarme más cerca del lugar en el que quiero estar cuando escribo. El castellano me resulta más vivo para elaborar los diálogos. Desde 1989 vivo fuera de mi tierra y mi gallego no es el de la calle, mientras que mi castellano sí lo es, porque es la lengua en la que vivo el noventa y nueve por ciento de mi tiempo. Ese ir y venir entre los dos idiomas, que significa traducir dos veces cada capítulo, es como un filtro doble, en el que se quedan muchos residuos. Es más fácil detectar los errores de este modo, al tiempo que consigo que la literatura se aligere. Traducir no es cambiar unas palabras por otras, traducir es ir al sustrato del texto, montar de nuevo el rompecabezas y observar como en una lengua aparecen detalles, que no están en la otra, y viceversa.
P. En lugar de números, cada capítulo lo encabeza una palabra con sus acepciones en el diccionario, ¿qué misión cumplen esas palabras en la novela?
R. Por un lado, me sirven para jugar y por otro, para homenajear al idioma que utilizo para narrar. Todos los capítulos están encabezados por una palabra polisémica, que tiene algún significado muy concreto dentro del texto y otro más amplio con el que doy título al capítulo. También las uso como metáfora de lo que es el género policíaco, donde las cosas no siempre son lo que parecen.
P. Los capítulos son cortos, imagino que ante una novela de setecientas páginas es
necesario proceder así para agilizar la lectura. Sin embargo, da la impresión de que lo que has hecho ha sido trocear un texto más largo en unidades más pequeñas, ¿es así?
R. Bueno, lo que sucede es que yo no soy capaz de mirar muy lejos. Esto es como si me pongo a nadar en una piscina para atravesarla. Si intento hacerlo de un tirón, no llego. Sin embargo, si voy de corchera a corchera sé que me voy a aguantar y que conseguiré alcanzar el otro lado. Cuando me siento a escribir necesito un estímulo más próximo, que me permita ver el final. Si la dimensión del capítulo se hace muy larga, me ahogo. En consecuencia, cada capítulo lo contemplo como un pequeño cuento con introducción, nudo y desenlace y, en alguno de sus rincones, hay una pequeña puerta que me permite pasar al siguiente.
P. Referido a los cuentos, Ricardo Piglia hablaba de que cada relato era la suma de dos historias: la A y la B. La A empezaba y se interrumpía de repente; la B la relevaba y, al final, ambas confluían. Esto, en un relato breve parece más sencillo, pero en una novela larga como ésta se antoja más complicado. Sin embargo, tú lo has conseguido.
R. Si soy sincero, no soy capaz de reflexionar sobre mi método de trabajo, porque no sigo un guión predeterminado. Pero sí que es verdad que hay un capítulo previo, que tiene que ver con el desenlace de la novela. Sin embargo, este capítulo no estaba al principio. Fue a mitad de camino cuando me di cuenta de que era necesario y lo incluí.

«Se parece mucho a la novela que yo quería escribir», comenta el escritor gallego a propósito de su nuevo título. Con tan sólo tres libros publicados, no cabe duda de que Domingo Villar ha adquirido un enorme oficio en esto de escribir. ‘El último barco’, su gran apuesta, es una novela de grueso calado -nunca mejor dicho-, aderezada con unos personajes secundarios  (Napoleón, Víctor Andrade, Walter Cope, Camilo, Rosalía Cruz...) de primer nivel. A fin de cuentas, los secundarios resultan indispensables para cualquier ficción, sin ellos no hay tramas. «Intento no prejuzgar a los personajes y procuro tratarlos a todos con la misma consideración, de un modo, digamos, democrático. Pretendo que sea el lector quien los juzgue tras asistir a sus actitudes y que luego, un hecho o un acto, le haga comprenderlo o contemplarlo de un modo diferente». Leo Caldas, el protagonista, es un tipo introvertido, solitario, melancólico y humano, que trabaja en Vigo y a quien auxilia en su cometido Rafael Estévez, un zaragozano grande, al que los perros ladran en proximidad y que no termina de entender del todo a los gallegos. Clara Barcia y Ferro completan el equipo  policial de Leo Caldas, siempre supervisado por el comisario Soto.

P. Explícame brevemente cómo nació Leo Caldas en su día, ¿te inspiraste en alguien?
R. No sé bien… Creo que no hay un momento de parto concreto. A priori no tenía un perfil de personaje preparado para él… Pero sí recuerdo que una noche quería escribir una novela policíaca, que discurriera en Galicia y que el protagonista tuviera algo que ver con el vino. En este sentido, me siento hermanado con Caldas por el hecho de que ambos tenemos un padre bodeguero, él aún lo tiene, yo ya no… El resto de rasgos se me aparecieron a medida que escribía.
P. Sabemos que ‘El último barco’ transcurre en otoño, pero no conocemos las fechas.
R. La fecha es la actualidad, no tiene más trascendencia. Prefería no acotar. En ‘La playa de los ahogados’ sí aparece un día concreto, pero aquí, como podía prescindir de este dato, prefería no ponerlo. De este modo el lector siempre lee la novela como si fuera hoy.
P. Durante la narración hablas con mucho mimo de dos oficios puramente artesanales: el de los ceramistas y el de los luthiers, ¿escribir tiene algo de artesanal?
R. Lo tiene todo. La escritura no es un rapto de inspiración, tampoco es un destello creativo, ni una revelación. Es un oficio artesano, al menos en lo que se refiere a las novelas. La poesía y, probablemente, también el cuento sí responden a una inspiración momentánea, pero la escritura de largo aliento es paciencia, cariño y tiempo. Igual que un luthier construye un violín y escoge la madera, los escritores hemos de seleccionar nuestro abeto, nuestro arce y nuestro ébano que son los personajes, los ambientes y los lugares por los que va a pisar la historia, a la que hay que dedicar todo el tiempo que precise, ni un minuto menos. Al terminar, igual que le ocurre a un luthier, unas veces sonará bien el violín y otras menos bien.
P. Napoleón es un mendigo con perro que, además de limosnear, suelta latinazos y cobra por ello, rara avis hic mendicus est (extraña ave es este mendigo), ¿no crees?
R. [Risas] Sí, pero me ha gustado situarlo en un lugar relevante de la novela. Como dice otro de los personajes, Napoleón es la constatación de que la fortuna y la sabiduría navegan por ríos distintos y esto es algo que vemos demasiadas veces en la vida.
P. En una conversación, el inglés Walter Cope, otro secundario, afirma que «Galicia no es tan distinto de Inglaterra. El sentido del humor es parecido. Allí tampoco decimos las cosas abiertamente, las dejamos bailando al borde de la mesa para que se caigan solas, como aquí», ¿hay mucha similitud entre gallegos e ingleses?
R. Yo creo que sí. En nuestra tierra hay un humor, un poco extraño, que se parece al de los ingleses y que alguien bautizó como retranca. Siempre queda un hueco para una mirada irónica sobre las cosas y la retranca nos ayuda a convivir con los pesares de la vida. Los gallegos no somos un pueblo de grandes carcajadas, pero sí de sonrisas constantes.
P. Caldas se preocupa mucho por su padre. Esto no es de ahora sino de siempre. Es una constante en tus novelas. En este sentido guarda una cierta relación con el Wallander de Henning Mankell. En la página 385, encontramos también una referencia implícita a ‘El hombre que no amaba a las mujeres’ del sueco Stieg Larson, ¿te interesa el modelo de escritura policial nórdica de un modo especial?
R. Bueno, no tiendo a buscar las novelas en función de su origen, pero sí es cierto que Mankell es de los escritores que me han gustado de verdad, uno de esos autores por los que he corrido a comprar cada nueva novela suya. Pero me sucede lo mismo con Camilleri, que no es nórdico y sigue regalando maestría a sus noventa y cinco años. No suelo mirar la matrícula de los autores, pero sí soy un incondicional de algunos de ellos. En ‘El último barco’ también hago una pequeña mención a Dennis Lehane, que me produce una sensación idéntica a la de los otros dos.
P. ¿Cómo lleva el padre de Leo Caldas su Registro de Idiotas? ¿Lo mantiene al día?
R. Ahí va, apuntando a la gente, lo tiene relativamente actualizado. Lo más lamentable es que el Registro no cesa de crecer.
P. El próximo 11 de mayo vas a participar en el festival València Negra, ¿por qué te interesa asistir a este tipo de eventos?
R. Los festivales de novela negra me permiten conocer colegas, debatir con ellos y
recibir el «feedback» de los lectores, pero sobre todo me brindan la oportunidad de festejar la literatura y los libros, así como las vidas prestadas que hay en todos ellos.
P. Terminamos por hoy: ¿los berberechos es mejor tomarlos con limón o sin él?
R. Los berberechos, si son buenos, sin limón y, si son malos, mejor que estén en el plato del comensal de al lado.
P. (Domingo Villar) Por cierto, ¿tú prefieres la paella con limón o sin él?
R. (Herme Cerezo) A ver, yo me la como de igual manera, con y sin, pero en otros tipos de arroces, «a banda» o «del senyoret», por ejemplo, aquí le añadimos «all i oli» y en este caso ya no da lo mismo, porque se desvirtúa el sabor del arroz.