En la
librería Bangarang de València, Miguel Ángel Hernández presentó su nueva
novela, la historia de una mujer que encuentra su segunda oportunidad en la
vida a través de una práctica olvidada: la fotografía de difuntos.
Nº. 658.- Habíamos quedado una hora antes de la presentación en València de su nueva novela,
‘Anoxia’, editada por Anagrama. Miguel Ángel Hernández llegó puntual a la puerta de El Café Duco, situado a poco menos de cincuenta metros de la librería Bangarang, lugar previsto para el encuentro literario. Le vi desde la otra acera, alto, vestido de negro, con la barba y gorra que le otorgan su perfil inconfundible. Recordamos nuestra anterior entrevista. Brevemente. Ocupamos una mesa frente a la barra. Agua mineral con gas y unos cafés para conversar. ‘Anoxia’ cuenta la peripecia de Dolores Ayala, fotógrafa profesional, quien tras la muerte de Luis, su pareja, lleva diez años algo alejada del «mundanal ruido». Un día, un desconocido, Clemente Artés, le formulará un encargo insólito: retratar a un difunto antes de recibir sepultura. La obsesión de Clemente por perpetuar esta antigua tradición la conducirá hasta los arcanos de una práctica olvidada. Dolores experimentará el tiempo, a veces infructuoso, siempre lento, del daguerrotipo y aprenderá que las imágenes permiten recordar a quienes ya no están, al tiempo que descubrirá que algunas de ellas guardan secretos que nunca deberían ser olvidados. Con todos los adminículos ya dispuestos, dio comienzo la entrevista. El piloto rojo de la grabadora, encendido, indicaba la señal de partida. Y partimos.
Miguel
Ángel, Gustavo Rodríguez, ganador del Premio Alfaguara 2023, me contaba el otro
día que se lo había pasado tan bien con los personajes mientras escribía, que
durante la promoción de su novela disfrutaba con su reencuentro. ¿Te ocurre a
ti algo parecido?
No, no,
[sonrisa]. Lo de ahora no tiene nada que ver con lo que sucedió con ‘El dolor
de los demás’, cuya promoción me despertaba un trauma dormido y cada entrevista
casi era para acudir al psicólogo. Cuando uno acaba una novela, quisiera
cerrarla en ese momento para ponerse a otra cosa. Te lo has pasado muy bien
mientras escribías, pero la diversión acaba ahí. Sin embargo, no la puedes
cerrar del todo, hay que seguir porque durante la promoción reflexionas una y
otra vez sobre lo que has escrito. No supone una pesadilla para mí. Forma parte
de todo esto y te brinda la oportunidad de acceder a aspectos que, quizá, no
quedaron cerrados en la novela. Tal vez eso que algunos autores llaman pasar el
duelo después de acabar la escritura, signifique acompañar a la novela durante unos
meses.
¿Cómo
se cruza en tu carrera literaria ‘Anoxia’?
Lo he
contado varias veces. Todo surgió cuando vi la película ‘Los otros’ de
Amenábar, en la que aparecía un libro de fotografías. Nicole Kidman se da
cuenta de que todos los retratados están dormidos y la criada le explica que
no, que esas personas no están durmiendo, sino muertas. Fue la primera noticia que
tuve de que eso existía e incluso de que formaba parte de una tradición. Empecé
a documentarme y me interesó muchísimo, porque la muerte, la fotografía y la
imagen son mis temas de referencia. Igual que el arte, la memoria y el duelo. En
mi primera novela, ya estaba presente y, al final, ha salido cuando lo he
madurado suficientemente.
‘El
dolor de los demás’, ‘Anoxia’ e incluso tu ensayo ‘El don de la siesta’, si pensamos
que dormir o sestear es morir un rato cada día, giran en torno a un mismo
asunto. ¿Te obsesiona la muerte?
Sí,
claro. Al que no le obsesiona es un loco, un insensato.
‘Anoxia’,
etimológicamente, significa falta de oxígeno, un título no demasiado indicado para
lectores claustrofóbicos.
Puede
ser. Anoxia es un término que en la novela funciona de varias maneras. Ya desde
el primer capítulo, a la protagonista, Dolores, parece que le falta el aire.
Pero la anoxia que ella sufre es metafórica, es la falta de oxígeno para
respirar que se siente cuando se ha perdido a alguien. Además, funciona de modo
real a través de los episodios de los peces muertos, dejando claro que quien la
sufre no son los peces, sino el agua. En Murcia, la anoxia se asocia con el Mar
Menor y se origina porque las microalgas, que están en el fondo, a causa de la
contaminación producida por la
agricultura extensiva, engordan y chupan el oxígeno del agua, que se queda sin
aire y provoca que los peces suban a la superficie a buscarlo, se mueran y el
mar los arrastre hasta la orilla. También se refiere a lo que le pasa al
personaje de Clemente, que se queda sin oxígeno y es ingresado en un hospital.
La
novela admite una lectura calmosa y plácida para un tema, cuanto menos,
delicado.
Bueno, la
escritura significa para mí una forma de negociar con diferentes temas, por muy
difíciles que puedan resultar, y de pacificar algo que a mí me quema. En este
caso concreto no es que me toque de manera directa, pero el asunto sí es duro. Pero
es verdad que la escritura de la novela no contribuye a su dureza. De hecho, una
de las cosas que tenía en la cabeza cuando empecé a escribirla, era que, si
derivaba por el lado macabro, podía resultar algo refractaria para los lectores.
Sin embargo, creo que la novela no es macabra, a pesar de tener todos los
mimbres para serlo. Particularmente me interesa mucho diferenciar por un lado, lo
que son las historias y hasta donde pueden llegar, y, por otro, su escritura.
Es como si condujeras un caballo, al que has de llevar a donde tú quieres.
A la
protagonista, Dolores Ayala, la vida le ofrece una forma de retomar su camino a
través de la fotografía. ¿’Anoxia’ también es una novela sobre las segundas
oportunidades?
Esa es
una de las paradojas grandes del texto. Aparentemente, es una novela de muerte
y apagamiento. Sin embargo, al final es una novela de vida y casi luminosa. Lo
que le pasa a Dolores es que, a través de las muertes de los otros, ella
consigue vivir. Al principio, está igual de muerta que los cadáveres que
retrata, en el sentido de que su existencia carece de finalidad. Tras la muerte
de su marido, se encuentra varada en el tiempo por pura inercia. La fotografía
le va a servir para darse cuenta de que todavía tiene una razón de ser, de que
puede ayudar a los demás con sus fotos y vivir de nuevo. En este sentido tal y
como tú has dicho, esta es una novela de segundas oportunidades.
El
género de la fotografía de difuntos reúne todos los requisitos para que los
trabajos sean exitosos: el modelo no se mueve, se utiliza una película muy
sensible, Tri-x 400 de Kodak, blanco y negro, con trípode y luces al gusto del profesional.
Los
muertos fueron los primeros modelos fotográficos humanos que salieron bien
retratados. Al principio, los daguerrotipos tenían exposiciones de hasta más de
diez minutos. Era imposible que una persona aguantase tanto tiempo sin moverse.
Incluso el mar salía movido. Luego el proceso se fue a acelerando, pero seguían
siendo necesarios veinte o treinta segundos para el posado. Con la aparición de
las instantáneas, los modelos entraron con mayor facilidad en la fotografía.
Los estudios anatómicos se hacían con muertos. Igual ocurría en la pintura. Los
mayores visitantes de las morgues eran los artistas, porque había una conexión
constante entre la muerte y ellos. Por otro lado, eso nos llega a través de una
tradición, que a nosotros nos resulta macabra, pero que es muy antigua. Es pura
Historia del Arte y se remonta a los egipcios y los romanos. Al final, no es
algo extraño, pero como hoy todo lo que tenga que ver con la muerte nos lo
queremos quitar de en medio, sí nos lo parece.
La fotografía
antigua tenía dos momentos creativos: el disparo y el revelado, donde se podía
introducir cambios y conseguir efectos especiales. Hoy hemos banalizado la
fotografía. Cualquiera toma miles de fotos con su móvil en poco tiempo. ¿El
arte de fotografiar ha perdido su magia?
Desde
luego que sí. Ahora mismo todo el mundo cree que es fotógrafo y, en cierto modo
lo es, porque las máquinas nos ayudan a conseguir unos encuadres y unas
fotografías que ya quisiera para sí Cartier-Bresson. Hemos perdido el sentido
de la visión que tenían los fotógrafos, que miraban primero con los ojos y
después con la cámara. Hoy lo hacemos al revés. Las imágenes están completamente
banalizadas, incluso se construyen mediante inteligencia artificial. Han
perdido su sentido y su función y, sobre todo, la relación que tenían con el
tiempo: primero observar, después fotografiar y, por último, revelar con la
incógnita de si la imagen aparecerá o no. Además, existía todo un proceso de
tiempo de demora entre lo que fotografiabas y su almacenamiento. La relación
con las imágenes era otra. En la actualidad, ese vínculo ha cambiado
completamente. Haces una foto y, al mismo tiempo, la compartes. Las fotografías
de difuntos eran casi como un tesoro, porque no había muchas. La llegada del
fotógrafo al velatorio era un rito importante. Pero todo eso ya pasó.
Explica el
personaje de Clemente que la fotografía de muertos es un servicio más que
ofrecen las funerarias. Tras algunas averiguaciones, he sabido que no lo
prestan y que, además, sería ilegal, aunque esto último no lo tengo yo muy
claro.
No,
delito no es. Que yo sepa, en España no hay ninguna funeraria que ofrezca ese
servicio, aunque no te extrañe que después de la novela pudiera aparecer. Pero hay
otros lugares en los que sí. En Polonia, algunos fotógrafos mantienen viva esta
tradición, aunque de manera residual. Claro que actualmente casi no tiene
sentido enviar un fotógrafo, cuando cualquiera podría tomar la foto con su
móvil. En la novela he introducido a alguien que había trabajado en esa práctica,
que cobró sentido durante la pandemia, cuando fuimos conscientes de que mucha
gente perdió a sus familiares y ni siquiera pudo asistir a los sepelios por las
restricciones que hubo entonces. Quedaron bastantes duelos abiertos y quizá las
imágenes pudieron contribuir a cerrar las heridas en este sentido. En aquellos
días sí se enviaron fotos de familiares muertos, porque fue la única manera de transmitir
un recuerdo suyo. Precisamente, ese era también uno de los sentidos de la
fotografía post mortem: tener la certidumbre de que alguien había muerto.
A principios del siglo XX, en Galicia se enviaron imágenes de este tipo a los emigrantes,
como una forma de notificar y certificar las defunciones de los seres más
queridos.
Hasta ahora no hemos hablado de la voz narrativa: la tercera persona.
Me
costaba contar a Dolores, la protagonista, en primera persona. Este era uno de
los desafíos de ‘Anoxia’: crear un personaje que, a diferencia de mis
anteriores novelas, no se parecía en nada a mí. Ella es una mujer veinte años
mayor que yo y me introduje en su cabeza, pero no sabía cómo hacerlo en su voz,
a pesar de que habla en los diálogos. Así que me salía más natural utilizar la
distancia. Por otro lado, era una historia muy emocional y adentrarme demasiado
en su interior hubiera podido conducirme a «un pastel». Todo estaba lleno de percepciones
sensoriales, a punto de explotar, entonces intuí que la mejor manera de hacer
funcionar la historia era irme lejos. Incluso el tono de la novela queda un
poco frío a propósito. Tuve muy presente el modo de narrar de Coetzee, frío y
distanciado, pero lo que sucede, lo que se contaba en el texto, no era ni una
cosa ni la otra, era terrible. Por tanto, preferí la distancia antes que
decirle al lector, a través del tono narrativo, lo que tenía que sentir. Ahora,
con el tiempo transcurrido, ya he racionalizado este proceso, pero en el
momento de la escritura me moví por pura
intuición.
Creo
que ‘Anoxia’ tiene, por lo menos, dos niveles de escritura. Por una parte, la
fotografía de difuntos, y, por otra, la descripción de sentimientos, la introspección
de Dolores.
Realmente,
pienso que hay como tres maneras de entrarle a la novela. Una es el tema, la
fotografía de difuntos; otra, la fundamental, es la que cuenta la historia de
un personaje, una viuda que tiene una segunda oportunidad, que retoma su
antigua pasión por la fotografía, que vuelve a sentir su cuerpo y que
reflexiona sobre su pasada relación de amor con su marido. En consecuencia,
esta es una novela también de personaje. Por último, tenemos la tercera parte, la
que gira en torno al Mar Menor, las inundaciones, la contaminación y el cambio
climático, que también es importante porque aporta el contexto a la narración. Pero
no podemos olvidar que la que hace que ‘Anoxia’ funcione es Dolores Ayala, la
historia de una mujer.
Acabas de citar las inundaciones de los pueblos costeros del Mar
Menor. Los que no conocemos esos desastres, casi cíclicos, ignoramos los
quebrantos que comportan y las vidas que destrozan.
Es un
poco el mito de Sísifo, que reconstruye todo y después cae de nuevo. La fuerza
que destruye las cosas y la necesidad de levantarse. Esa tensión está presente
en la novela. Hay mucha gente que se levanta una y otra vez. Dolores lo va consiguiendo
poco a poco y el pueblo también. Pase lo que pase, hay que hacerlo.
Volvemos
a la fotografía: ¿qué puede captar una instantánea fotográfica que el ojo
humano no ve?
Capta
muchas cosas que el ojo humano ve, pero que no sabe que lo ve. Benjamin le llamaba
a eso el inconsciente óptico. Son cosas que están ahí, que las ves claramente,
pero no las miras. En una imagen está todo lo que tenemos delante. La
fotografía deja una página escrita para que el ojo se pueda demorar en aspectos
que, habitualmente, no advierte. De esta manera puedes acabar centrándote en
algo que te había pasado desapercibido.
Poblamos
nuestros muebles y estanterías de imágenes con personas fallecidas y también
vivas. Sin darnos cuenta, esas fotografías constituyen la historia de las
familias a lo largo del tiempo.
La
fotografía construye historias, igual que la pintura. Uno va a un museo y ve
retratos y cuadros que cuentan historias. La fotografía es eso y la familia es
uno de sus campos favoritos. Mediante las imágenes recuperamos a nuestros
ancestros y fijamos momentos pasados. Es lo que llamamos el álbum familiar. Las
imágenes no solo están en el móvil donde no le vemos su espacio, sino que son
tangibles y ocupan un lugar. Son objetos activos que nos afectan, porque actúan
en nosotros generando recuerdos.
El daguerrotipo, dado que no siempre aparece la imagen
durante el revelado, conlleva incertidumbres. ¿Es un reto más interesante que
la pura fotografía?
En los
primeros tiempos, cualquier camino de los que tomó la fotografía era un reto.
De hecho, el daguerrotipo ganó la batalla al principio, pero luego fue
sustituido por el colodión húmedo. Sin embargo y por eso lo he incorporado a la
novela, lo que me interesaba era su singularidad, el sentido que tiene el
daguerrotipo de imagen única, a diferencia del móvil actual, donde no existe
original, y de la fotografía tradicional, cuyo negativo admitía todas las
copias que fueran menester. El daguerrotipo no se podía reproducir, era la
única huella de la luz, la única imagen que quedaba impresa sobre la placa de
cobre, cubierta con plata, sensibilizada con yodo y revelada con mercurio. Si
se extraviaba o rompía, se perdía ese momento. Por tanto, el daguerrotipo post
mortem era casi como la Sábana Santa, una reliquia, el último reflejo de una
persona sobre un espejo. Además de todo esto, en el daguerrotipo nunca se sabe
si la imagen va a aparecer o no. Hice prácticas para escribir con propiedad y,
como se trata de una imagen viva, unas veces apareció y otras no.
Desde sus
momentos iniciales, ¿los daguerrotipos y la pintura estaban abocados a entenderse
y colaborar?
Esa fue
una de las más importantes polémicas del siglo XIX. Se suele decir que el
pintor Paul Delaroche vio un daguerrotipo, se quedó impresionado y dijo:
"a partir de hoy la pintura está muerta". Y había muerto en cuanto a
la idea de que la pintura era un medio privilegiado para captar la realidad, ya
que, cuando apareció la fotografía, dejó de serlo. Entonces comenzó la batalla
por ver cuál era el medio que mejor la captaba. Al principio, hubo desconfianza
sobre la fotografía. Delacroix pintó un caballo al galope con las patas
abiertas, mientras que la fotografía de un caballo galopando, tomada por el
fotógrafo Edward Muggeridge, demostraba que las llevaba hacia dentro. «¿Cómo se
iba a equivocar Delacroix? Se equivocará la máquina, porque el ojo no se
equivoca». Ese era el gran debate. A partir de aquel momento, la idea de la
verdad empezó a ser sustituida por la verdad de la máquina. Incluso en los juicios,
los testigos oculares fueron cuestionados a finales del siglo XIX y empezaron a
necesitarse registros de lo visible. Lo que hizo la fotografía fue entrar como
portadora de la verdad de lo visible. Luego se dieron cuenta de que, desde el primer
momento, la manipulación era posible. Siempre hubo photoshop analógico.
Por ejemplo, el photoshop que practicó Stalin en su época fue brutal.
Podríamos continuar hablando mucho tiempo, Miguel Ángel, pero hemos de terminar. Escribes ensayos, diarios, novelas y artículos en prensa. Eres crítico y profesor de Arte en la Universidad de Murcia y, además, tocas el piano. En resumen, un renacentista en pleno siglo XXI. ¿Has tenido tiempo ya de plantearte algún nuevo proyecto literario?
En la
mente, sí. Pero lo estoy parando porque necesito descansar un poco. Las
historias llevan su tiempo y es importante que permanezcan en barbecho y crezcan
a fuego lento. Necesito que surjan poco a poco. Si me pusiera a escribir ahora
mismo, mataría la idea que tengo en el pensamiento. A mí me da de comer la
Universidad y para los que no vivimos de la literatura, los tiempos son
importantes. Si fuera al contrario, desde luego que me habría puesto a escribir
de inmediato.