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Julio, estos días
he releído una de tus novelas más señeras, 'La lluvia amarilla', que ha envejecido
divinamente. En ella hablas de aquellos viejos del Pirineo aragonés que
contaban historias alrededor del fuego, ¿tu pasión por narrar procede de ahí?
Alrededor del fuego
y en las noches de verano, la fuente original de la literatura es la narración
oral. Como seguramente todos los niños del mundo, yo me crie escuchando las
historias que se contaban en aquellos
tiempos en los que la televisión casi no había llegado. Cuando me preguntan
sobre los escritores qué más me han influido, genéricamente siempre aludo a los
viejos de mi pueblo, porque ellos conseguían lo que pretendemos todos los
escritores con nuestro trabajo: que se pare el tiempo cuando empezamos a
hablar. Mi paisano Luis Mateo Díez dice que narrar consiste en «contar y
encantar contando» y ellos incorporaban un tono de voz y una magia en su
lenguaje que es la esencia misma de la narración.
¿Cómo escritor, ‘La
lluvia amarilla’ significó un antes y un después en tu carrera literaria?
Sí, pero yo tomé
conciencia de ese detalle mucho tiempo después. ‘La lluvia amarilla’ la escribí
como cualquier otra novela. Es más, pensaba que iba a ser la más minoritaria de
todas las mías, porque objetivamente no es más que el monólogo de un hombre mientras
se muere en un pueblo en ruinas. A priori, no parece un tema muy comercial,
pero con el tiempo se ha ido imponiendo. De hecho, acudo a las ferias de libros
y mucha gente me dice que les ha marcado la vida. Y a mí también. Su imagen se
ha ido agrandando con el transcurso de los años. Cuando se publicó, tal vez tocó
la fibra sensible de la España vacía, de la que ahora todo el mundo habla. Pero
en 1988 no era así. Nadie quería hablar de los pueblos que desaparecían, porque
se consideraba de mal gusto y España quería ser muy moderna entonces.
¿Para ser escritor
hay que ser un buen mentiroso?
Sí, sin duda, es
más, creo que la esencia de la literatura, sobre todo de la novela, es la
mentira. Joan Barril decía que la verdad es el conocimiento, pero la mentira es
la herramienta que te permite llegar a conocer algo más. Cuando lo objetivo se
acaba, cuando la realidad termina, necesitas usar la imaginación, que es como
yo llamo a la mentira, para poder avanzar. La frontera entre el periodismo y la
literatura es esa.
Decían el otro día
en el programa de radio ‘A vivir que son dos días’, que no quedan escritores de
peso, que antes se les llamaba para preguntar su opinión sobre temas de
actualidad y ahora ya no sucede lo mismo. ¿Significa eso que se ha banalizado
la figura del escritor?
Ni la mayor parte de
gente que publica libros es escritora, ni los que cuelgan blogs en Internet son
todos periodistas. De la misma manera que el que va a correr cada mañana no es
un atleta. El otro día, en la Feria del Libro de Madrid, a mi alrededor tenía a
youtubers, tiktokers, Rodrigo Rato, Miguel Ángel Revilla y Ana Obregón.
Estas personas no tienen nada que ver con la literatura. Lo suyo es otra cosa.
Es como el fast food que no guarda ninguna relación con la alta
gastronomía. Ahora la profesión de escritor se ha banalizado de tal modo que resulta
menospreciada, porque si todo el mundo escribe parece que sea fácil. Y nada de
eso. Escribir bien es muy difícil.
"Entre la pena y la nada elijo la pena" de William Faulkner, ¿esta cita preliminar del libro fue el detonante que te llevó a escribir 'Vagalume'?
Es una frase extraída
de ‘Las palmeras salvajes’ de Faulkner, que resume el libro. Los personajes y
el protagonista que inspiró ‘Vagalume’ podrían firmarla. Hay mucha gente que
elige la nada y ya no está aquí con nosotros. Los demás hemos escogido la pena
de vivir, una pena que puede ser alegre e incluso feliz, y continuamos aquí. Digamos
que entre la nada y la pena de vivir, yo escogí esta última, como todos los
personajes de la novela.
‘Vagalume’ cuenta
la búsqueda de la cara oculta de Manolo Castro, el amigo fallecido de César, el
protagonista de la novela. Pero ¿también es la búsqueda de César para conocerse
a sí mismo? ¿César es tu alter ego?
Claro, es una
novela sobre la pasión y la necesidad de escribir, que es lo que ha llenado mi existencia.
En ese sentido es autobiográfica, no porque cuente mi vida − aunque puede haber
chispazos de ella en estas páginas −, sino porque todas las novelas reflejan el
alma del escritor. Y en ‘Vagalume’ con mayor intensidad, porque habla de lo que
ha sido mi vida: la literatura y el periodismo y, además, responde a una
pregunta fundamental: ¿por qué he dedicado mi vida a escribir, una actividad
que, a la mayor parte de la gente, puede parecerle rara e incluso extravagante?
Cuando tu haces algo tan raro y extraño, es normal que, de vez en cuando, te
preguntes por qué tú sí y los demás no.
¿La ventana de un
escritor es la única que permanece encendida durante la madrugada en toda tu
calle?
No, no, hay muchas
luces encendidas en la calle durante la noche. Cuando paseo por las ciudades en
las que suelo estar, Madrid y León, me gusta mirar e imaginar quién está detrás
de esas ventanas iluminadas. De hecho, un pasaje de la novela habla sobre qué
vidas se esconden tras esos cristales mientras la ciudad duerme. Son vagalumes,
que iluminan la vida de su familia, la de los lectores o la suya propia, sin
más.
¿Siempre escribes
de noche?
No siempre, pero
prefiero la noche, porque la literatura requiere mucha concentración y durante
el día, entre el teléfono, mi mujer, mi hijo, el mensajero que llega a casa,
etcétera, no me permiten continuar inmerso en lo que escribo. Aunque también es
verdad que algunas noches salgo por ahí a tomar unas copas. El escritor es
alguien que tiene un pie dentro y otro fuera de la realidad. Decía Cervantes
que quien vive en la frontera tiene dos patrias y ninguna y los escritores
tenemos esas dos patrias, que son la realidad y la imaginación, y también
ninguna, porque al final eres un ser que se encuentra en mitad de ninguna
parte, que es como se titula uno de mis libros anteriores.
¿La literatura
tiene también para ti un valor refugio, es decir, un territorio en el que no
entra nadie más que tú?
Sin duda que sí, lo
que pasa es que luego la literatura, el hecho de escribir, está lleno de
contradicciones. Escribes porque te sientes solo pero, a la vez, buscas la
soledad. Y lo haces porque estás en desacuerdo con el mundo y te alejas para
reflexionar sobre él y así sucesivamente. Vivimos una sociedad donde hay mucho
ruido, donde nadie escucha a nadie. No hay más que poner una tertulia en
televisión y ver que todo el mundo se quita la palabra sin escucharse. En el
parlamento llevan ya escritas las respuestas y tampoco se escuchan. Por tanto,
es un privilegio refugiarte en la escritura, porque sabes que el lector te va a
escuchar desde la primera página hasta la última sin interrumpirte, dejándote
decir todo lo que quieres. Y también es un consuelo. Los psicoanalistas afirman
que la literatura, la lectura y la escritura tienen algo de consuelo de las
heridas producidas por la vida.
El pasado, un
tiempo al que parece que la gente mira con cierto recelo o temor, está bien
presente en ‘Vagalume’.
Ya, claro, somos
memoria. La gran enfermedad de este mundo es el Alzheimer, porque una persona
sin memoria pierde la personalidad y, de repente, se convierte en un maniquí.
Machado decía que se canta lo que se pierde y lo que se pierde es el pasado.
Por eso lo cantamos, porque tenemos miedo de perder muchas cosas que fueron
importantes. Escribir es una forma de luchar contra el paso del tiempo para
evitar que se lleve consigo todo aquello que fue importante para nosotros.
En esa mirada hacia
el pasado, en ‘Vagalume’ has aprovechado para hablar de aquellas novelas de
bolsillo, del oeste o policiacas, que se leían en los años sesenta. ¿Las
consumías mucho?
Sí, claro, en los
pueblos de España de los años sesenta, donde vivía la mitad de la población, no
como ahora, no había libros y, salvo en localidades muy grandes, tampoco
librerías. Yo vivía en una aldea y, a propósito de ese miedo al pasado al que
has aludido, me hace gracia cuando algunos escritores jóvenes dicen que entonces
sus padres vivían mejor que ellos en la actualidad. Desconocen cómo se vivía en
España hace cuarenta o cincuenta años. Sin ir más lejos, el libro era un
artículo de lujo y su democratización fue obra del Círculo de Lectores, que los
acercaba a las casas y así la gente podía leer. Hasta entonces lo único que había
era la radio y esas novelas de kiosco, que se cambiaban por una peseta y que yo
devoré en las tardes de verano, cuando mis padres querían dormir la siesta y me
enviaban a la cama para que no molestase. Terminaba por convertirme en un cowboy,
vagando por las praderas, que es lo que significa meterse en una novela.
Escribir sobre estas
novelas es un claro homenaje a sus autores: Marcial Lafuente Estefanía, Keith
Luger o Silver Kane, entre otros.
Sí, en ‘Vagalume’
rindo homenaje a los autores de esas novelas, ya que sus páginas están llenas
de escritores secretos, sin nombre, sin suerte, que escribían por otro tipo de
necesidad como era mantener a su familia. Con el tiempo supe que la mayoría de
ellos eran republicanos represaliados, a los que no dejaban ejercer su oficio y
se ganaban la vida escribiendo como galeotes. Marcial Lafuente Estefanía llegó
a escribir tres mil novelas, que se dice pronto. Y el homenaje viene en ese
momento en que los hijos de Manolo Castro ven luz en la habitación porque su
padre escribía por la noche. Y deciden llamarle vagalume, porque era gallego y
esa palabra significa luciérnaga en su lengua.
Vagalume es una
palabra muy bella. De su nombre parece desprenderse que, con su luz, un
escritor pueda iluminar la vida de los demás.
Vagalume es una
palabra que me regaló una amiga, ya que entonces esta novela tenía un título
provisional y creo que es el término que mejor la resume. Los escritores son
luces que se encienden en la noche para iluminar los sueños de los lectores y
también los nuestros. En gallego es más bonita aún, porque procede de lume,
que es lumbre, que da luz y que vaga. Los escritores tenemos algo de vagabundos.
El periodista
Carracedo dice en la novela que la sección de Cultura es la mejor para
iniciarse en el periodismo porque no la lee nadie. ¿Ahora eso ha mejorado un
poco?
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Creo que sigue
igual que siempre, pero no solo en los periódicos. En política, cuando había
una mujer concejal la mandaban a Cultura, con lo cual despreciaban a las mujeres
y a la Cultura. Ahora parece que ha cambiado un poco, porque hay muchas mujeres
metidas en la política. Sin embargo, la primera ministra que hubo en España, Soledad
Becerril, lo fue de Cultura. Siempre ha habido una especie de consideración de
que la Cultura era algo superfluo y prescindible. Volviendo a los periódicos, a
los principiantes los enviaban a Cultura porque, si metían la pata en el título
de una novela o el nombre de un autor, no pasaba nada, pero si se equivocaban
con el nombre de un alcalde podía haber problemas.
‘Vagalume’ te ha
permitido regresar a León, a tu tierra. ¿Qué diferencia hay entre la ciudad que
tú abandonaste y la actual?
La ciudad que
aparece en la novela no es exactamente León. De hecho, de manera consciente he
querido no citar su nombre. En León creen que sí que lo es, pese a que ya he dicho varias veces que no es
así. Mi pretensión era que fuese una ciudad de interior sin nombre. Creo que
las ciudades que más se pueden parecer a la de la novela son Zamora o
Salamanca, porque tienen un río y molinos que se vuelcan, aunque también
contiene elementos de otros lugares. De todas formas, cuando regresas a una
ciudad el tiempo no pasa en vano, eres un extranjero, un forastero en ella, y la
sensación de extranjería es más desasosegante aún en un lugar que fue tuyo. No
hay nada peor que sentirse extranjero en la que fue tu patria. Eso les ocurrió
a los exiliados, por ejemplo a Max Aub. Al volver se dieron cuenta de que ya no
era el país que recordaban y como a ellos tampoco los recordaba nadie, se
volvieron a ir.
En el capítulo
titulado ‘Abril’ leemos: «a veces la vida o una novela nos imponen su final».
Mientras lo leía, recordé la canción ‘¿Quién me ha robado el mes de abril?’ de
Joaquín Sabina. ¿Tiene algo que ver con este capítulo?
No lo había
pensado, pero puede tener conexiones. La primavera marca un antes y un después,
porque los años empiezan en primavera, cuando renace la vida, y no el uno de
enero, que solo es el paso del invierno al invierno. En la primavera todo se
inicia de nuevo y, seguramente, ese sentimiento que despertó en ti el capítulo
de ‘Abril’ procede de ahí.
Otra imagen sugerente
de ‘Vagalume’ es la del puente por el que ya no pasa el río. ¿Por el día a día
de Manolo Castro dejó de pasar la vida y por eso llevó una existencia apartada,
cargada de amargura?
Hay gente,
muchísima, que se ha quedado al margen de la vida. Algunos voluntaria y otros
involuntariamente. Durante un tiempo, hasta que apareció la palabra `Vagalume’,
esta novela se titulaba ‘El puente perdido’ y a mí no me acababa de convencer,
entre otras cosas porque me recordaba ‘Los puentes de Madison’. Y aquí puede haber
algo de eso también, una historia de amor que, por cobardía no llega a buen
término. Las dos imágenes más fuertes de la novela son las de la luz de las
luciérnagas y la de ese puente, que yo conocí en la provincia de León, no en la
capital. Era un río que, después de una riada, se marchó y el puente se quedó
en medio de la nada, carente de sentido, como una escultura absurda que las
plantas convirtieron en una especie vegetal y fantasmal, a la que incluso le
robaron las piedras. Esa imagen me producía un fuerte impacto poético y casi
filosófico. Manolo Castro paseaba hacia ese lugar y le decía a César que ese
puente era como su vida. «El río se desvió y yo sigo aquí, en mitad de la
nada», una metáfora de la vida de esas personas que se quedan al margen de todo,
en la nada y la inacción.
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dejar la escritura?
[Pausa pensante.
Sorbo de agua con gas] No, ha habido momentos en que he sentido frustración,
porque lo que escribía no me acababa de convencer, y también algunos parones.
Por ejemplo, en ‘La lluvia amarilla’, paré durante varios meses porque no sabía
por dónde tirar, ya que yo escribo sin planificar. Solo tengo claro la
intención de lo que hago. Pero dejar de escribir no lo he pensado nunca. No sé
cómo se vive sin hacerlo. La única vida que he tenido la he pasado así y no
sabría qué hacer si no escribiera. Seguramente sería un desgraciado.
Vamos con la última
por hoy. Estos días todo el mundo, o casi todo, habla del potencial de la IA (Inteligencia
Artificial). ¿Te imaginas trabajar con la ayuda de la IA, suministrándole datos
a un ordenador para que escriba una novela? ¿Crees que eso llegará a ser moneda
de uso corriente algún día?
La
literatura se escribe con emoción, no solo con inteligencia, que también. En la
vida todo lo hacemos con ambas cosas. Se podrán escribir novelas comerciales,
igual que se combinan distintos elementos químicos para conseguir otras cosas,
pero en la literatura, hoy por hoy, no creo que la IA pueda emocionarse ella
misma y crear algo en este sentido. Pero con el tiempo quién sabe.