Copywright: Sergio Parra. Fotografía cedida por la editorial |
P: Ariel, después
de llevar casi toda la vida haciéndolo, ¿qué significa para Vd. la escritura en
la actualidad?
AD:
Desde que comencé a escribir a la improbable edad de nueve años, sentí que
estaba llenando un vacío, tanto en mi interior como en el mundo, supliendo con
mi imaginación los límites que la realidad y la historia me imponían. Y que ese
ejercicio literario era una manera fascinante de derrotar la soledad, porque
siempre supuse que iba compartiendo la belleza que descubría con otros seres
humanos, nos hacíamos compañía mutuamente sin estar presentes físicamente. Nada
de ello, ni mi obsesión personal ni mis deseos de un colectivo redentor, ha
cambiado en más de siete décadas. Sigo pensando que no hay mejor antídoto
contra la muerte – o por lo menos nos ofrece la ilusión de que persistimos más
allá de nuestra restringida existencia.
P: Se acaba de conmemorar
el cincuentenario de la muerte de Salvador Allende, lo que constituye una
magnífica oportunidad para escribir sobre el
presidente chileno, pero ¿cómo surge en su cabeza la idea de escribir
‘Allende y el museo del suicidio’?
AD:
A mí siempre me
están rondando cantidad de ideas que esperan un momento propicio para
expresarse (en ficción, teatro, poesía, ensayo o hasta ópera o épica musical).
Hacía años que quería escribir sobre un exiliado que retorna a Chile para investigar
la muerte de Allende, si era cierto que se había suicidado como anunció la
dictadura o había combatido hasta ser asesinado como proclamó Fidel Castro
junto a tantos otros. Pero se me escapaba la identidad del “detective” hasta
que, hacia fines del 2019 se me ocurrió que podía yo mandarme a mí mismo,
bueno, un personaje que cargaba con mi nombre, cronología, amigos. Yo era ideal
para esa pesquisa, porque tenía, en la vida real, una motivación muy especial
para llevarla a cabo: había estado trabajando en La Moneda los últimos meses
del gobierno de la Unidad Popular, había jurado estar al lado de Allende hasta
el final, pero por una serie de casualidades que mi libro despliega no llegué a
estar allí (entre ellas, cambié de turno con Claudio Jimeno, al que capturaron
y ejecutaron los militares, mientras que yo sobreviví). Pero descubrir que era
posible sobreponer esa secuencia ficticia a mi vida real no fue suficiente para
dar comienzo a la escritura. Si se trataba de explorar porqué alguien puede (o
no) suicidarse, lo que Camus llama la decisión que tomamos (o no tomamos) cada
día al despertar, era necesario cruzar esta búsqueda con otra obsesión mía
sobre el suicidio: el de la humanidad, que se está auto-destruyendo,
básicamente debido al apocalipsis climático.
P: ¿Este libro
tiene algo de saldar deudas consigo mismo? ¿Tenía Vd. que escribir este libro
sí o sí?
AD:
Todos los libros los tengo que escribir sí o sí, Y por eso, creo que los
lectores sienten la urgencia de lo que voy hilando, que se me va la vida si no
logro expresar aquello que me impulsa y obsesiona. En este caso,
adicionalmente, había, en efecto, una deuda con Allende y también conmigo
mismo. Aunque no lo supe cuando comencé a trabajar el tema, la novela obró como
una verdadera terapia, una manera de perdonarme a mí mismo por haber
sobrevivido el golpe. De hecho, uno de los personajes que invento convence a mi
alter ego Ariel de que no se debe sentirse culpable por no morir junto a
Allende el 11 de septiembre de 1973. Un caso extraño, digno de Pirandello.
P: Hablemos un
poco sobre el género literario de ‘Allende y el museo del suicidio’. ¿Estamos
ante una novela o un ensayo? ¿Una novela, de tintes detectivescos, dentro de
otra cargada de autoficción? ¿Quizá un thriller político?
AD:
Javier Cercas (que ha sido muy generoso conmigo y con el libro,
escribiendo un elogio que me honra) me ha permitido, además, usar una frase
suya como uno de mis epígrafes: “Épica, historia, poesía, ensayo, memorias:
esos son algunos de los géneros literarios que la novela ha fagocitado a lo
largo de su historia.” He intentado que “Allende y el museo del suicidio” se
inserte en esa tradición. Se suele pensar que, debido a que muchos temas en que
me detengo (atrocidades, catástrofes, injusticias, traiciones, abusos), mi obra
debe ser necesariamente sombría, pesada y sin gracia. Pero hay siempre en mis
escritos un elemento juguetón, el deseo de entretener y darle placer al lector.
Esta estrategia lúdica y pícara recorre toda la nueva novela, inundando y
subvirtiendo incluso los agradecimientos finales, que suelen ser tan solemnes.
Y quienes leen, se preguntan: ¿Será cierto, será falso? Todo es ficticio y todo
es real en este thriller político (me gusta su definición) que rompe y
subvierte las categorías usuales de los géneros.
P: ¿Cuánto de real
tienen los personajes de Ariel y Angélica?
AD:
La decisión de utilizar el itinerario histórico de mi vida efectiva y
fehaciente (y la de mi querida esposa Angélica) para sobreponerle esta búsqueda
de la verdad sobre la muerte de Allende, significaba que todos los personajes
fueran tratados como si fueran de ficción, con mucha libertad. Por ejemplo,
nosotros retornamos a Chile a mediados de 1990 y decidimos expatriarnos a fines
de ese año, pero no hubo la investigación que me atribuyo durante esos meses. Y
es cierto – otro ejemplo – de que escribí “La muerte y la doncella” en algún
momento de esa estadía, pero la manera en que esa obra teatral se inserta en el
argumento es algo que armé en función de la necesidad de los personajes y su
evolución. Quise, claro, aprovechar mi íntimo conocimiento de la personalidad
de mi propia familia y de algunos grandes amigos para ir construyendo una
versión que tenía visos de verosimilitud.
P: Salvador
Allende llegó al poder no por la vía de la revolución, sino por la de las
urnas. ¿Qué significó esta circunstancia para la izquierda de los años setenta
del pasado siglo?
AD:
Para la izquierda latinoamericana de la época era dominante la vía violenta,
insurreccional, así que el intento pacífico de Allende era algo inédito y muy
atrayente, aunque rodeado de suspicacias de que no era ortodoxo. Clarifico que
lo de Allende sí era una revolución pero asumía que para obtener justicia y
cambiar radicalmente la sociedad y la economía no hacía falta matar, censurar,
encarcelar, exiliar a los adversarios. Nuestra derrota y fracaso fue una de las
grandes tragedias del siglo.
P: ¿El hecho de
que el socialismo asumiese el poder en un país sudamericano avalado por el
resultado electoral, propició que EE.UU. tuviera más interés, si cabe, en
apoyar un golpe de estado en contra de Allende para evitar que no cundiese su
ejemplo?
AD: Lo dicen tanto
Kissinger como Nixon: el ejemplo de Allende era más peligroso que el de Cuba.
Porque las guerrillas podían aniquilarse militarmente (y así fue en el resto de
América Latina) pero si los pueblos decidían por medio de la democracia llevar
a cabo transformaciones fundamentales, eso podía convertirse en una pesadilla
para los intereses norteamericanos.
P: Pinochet subió
al poder mediante un golpe militar y, años después, salió del mismo a través de
un plebiscito, tutelado, claro. ¿Qué piensa Vd. sobre esta curiosa paradoja?
AD:
Es sólo una paradoja para quienes no conocen bien la historia de Chile. Como demuestra
la novela una y otra vez, la cultura democrática estaba muy arraigada en vastas
capas del pueblo chileno, tan arraigadas que, cuando llegó el momento de votar
en ese plebiscito de 1988 que Pinochet jamás concibió que podía perder (tenía
el poder gubernamental y militar, un control total de la economía y los medios
de comunicación, un monopolio del terror), fue el deseo de libertad lo que
prevaleció entre los votantes, ese deseo y el coraje para defenderlo. Y ardía una
memoria entre nosotros que, de nuevo como lo prueba la novela, no se extinguió
jamás.
P: El gobierno de
Pinochet se asentó sobre miles de desaparecidos. ¿Desaparecer es peor que
morir?
AD:
Es una forma de muerte en vida, un peor castigo para las víctimas (que no
tendrán funeral) y para los familiares (que no saben qué ocurrió con sus seres
amados) que el más vil de los asesinatos. Y una estrategia diabólica y cobarde:
se logra sembrar el terror pero sin responsabilizarse por el crimen. Además, la
desaparición de los cuerpos anticipaba, trasuntaba, lo que se iba a hacer con el
país mismo por medio del neoliberalismo desfachatado de los “Chicago boys”:
borrar los logros y avances por los que habían luchado tantos patriotas
chilenos, creando una sociedad de desigualdad y competencia en vez de una
sociedad solidaria y justa.
AD:
Fue fundamental en nuestra campaña en el exterior, cuyas vicisitudes retrato yo
en los primeros capítulos de la novela. Después de que se estrenó esa película
yo podía comenzar cualquier intento de conseguir ayuda con la pregunta: ¿Han
visto Missing? Y si la respuesta era afirmativa (casi siempre lo era) ya tenía yo,
y tantos otros en el exilio, un arma potente para contar nuestra historia y
pedir que nos apoyaran para deshacernos de estos usurpadores que habían
cometido tantas violaciones a los derechos humanos. Yo estuve presente en el
estreno en Washington de ese filme y la agradecí a Costa ese instrumento
magnífico que nos entregaba. Nos hicimos muy amigos y cada vez que lo veo, no
dejo de hacerle ver cómo fue esencial en la derrota de la dictadura, esencial
para mantener viva la memoria.
P: Afirma el
protagonista de su novela que no se puede escribir sobre una persona a la que
uno admira. Sin embargo, Vd. lo ha hecho. ¿Cómo lo explica?
AD:
No me canso de reiterar que se trata de una novela. Y nunca hay que confiar, en
las novelas, en lo que dice el narrador y más todavía en “Allende y el museo
del suicidio” donde el tal Ariel Dorfman es un mentiroso empedernido. Me
encanta que ese alter ego mío afirme que nunca podría escribir nada sobre
Allende (o sobre sí mismo) en una novela que hace precisamente eso. Es un guiño
de complicidad hacia el lector que, junto conmigo, puede compadecerse del pobre
personaje que es tan ciego y torpe, un modo, además, de distanciarme de ese
avatar, indicando que no soy del todo la misma persona.
P: Vd. vive en
Estados Unidos, es decir, cuenta con el apoyo de la distancia para escribir. En
el Epílogo explica que escribió el principio de la novela en Santiago de Chile.
¿Hubiera podido construir esta novela viviendo todo el
tiempo en Chile o precisamente ha podido hacerlo por vivir fuera? ¿Hubiera
resultado igual la novela si la hubiera escrito en Chile?
AD:
Empecé a escribirla en Chile pero fue en el extranjero donde compuse casi todo
el texto. De hecho, tiene Ud. razón respecto a que la distancia es lo que
permite sumergirme en un tema tan complicado. Mis libros suelen ser
transgresivos, socavando normas, perturbando conciencias y adentrándome en
contenidos prohibidos, lo que fue especialmente el caso en “Allende y el museo
del suicidio”, donde me puse a criticar a figuras políticas reales y a desbaratar
mitos y lugares comunes. Me he vuelto, en efecto, un adicto de la distancia. El
exilio que, durante la dictadura sentí como una condena, ahora lo abrazo como
una condición de mi literatura, que deja libre a los personajes para que me
lleven adonde se les antoje, sin preocuparme de que los vecinos me miren mal o importarme
lo que piensen mis queridos compatriotas.
P: Suele decirse
que la historia la escriben los vencedores, pero en el caso de Chile ¿la
historia la están escribiendo los supervivientes de entonces, que guardaron en
su memoria todo lo que ocurrió?
AD:
Creo que es cierto que, por lo general, la historia la escriben los vencedores,
pero rara vez logran borrar del todo la versión de los vencidos, dependiendo,
claro, del modo en que esos supervivientes defiendan su derecho a la memoria. Pero
la memoria no es algo unívoco: aún para los vencidos es un campo de batalla, lo
que se rememora siempre se llena de discordancias. Quise, en la novela, ser
fiel tanto a la necesidad de recordar la tragedia que nos aconteció como la
resistencia que opusimos a ese intento de eclipsarnos de la historia. Si elegí
a Allende como figura central de esa lucha es porque él, antes de morir, deja
un mensaje y un ejemplo de devoción a la democracia y a su pueblo que sus
adversarios jamás han podido quebrantar. Pero también la muerte de Allende
ofrecía suficientes ambigüedades como para novelarla. Y además se ensamblaba
con el otro gran tema de la novela: cómo enfrentar el lento suicidio de nuestra
especie ante el cambio climático que nos amenaza en forma apocalíptica.
P: En este
sentido, ¿su novela también es una manera de preservar para las generaciones
jóvenes lo que ocurrió en su país entre 1970-1973?
AD:
Nada me gustaría más que las generaciones nuevas sumidas en algo así como una
amnesia ante el pasado (no sólo en Chile), la leyeran. La novela está repleta de
todo tipo de jóvenes que, de una y otra manera, tratan de entender aquello que
sucedió antes de su nacimiento y que sigue determinando su existencia, una
búsqueda representada sobre todo por mi hijo menor, Joaquín (otro hermoso
protagonista de la novela). Quisiera ser un puente entre generaciones, como lo
soy entre culturas e idiomas y continentes.
P: Vd. tuvo que
salir de Chile para vivir en el exilio. ¿Qué es lo que se encontró cuando
regresó a su país años después: un país de recuerdos?
AD:
Tal como cuenta la novela, a mí me dejaron retornar en 1983, a los diez años
del golpe. Y me puse a buscar los medios para, a partir de ese permiso,
regresar en forma definitiva. Y lo hicimos en 1985-86, con tan mala suerte que,
debido a mis actividades, en 1987 me tomaron preso en el aeropuerto de Santiago
junto a Joaquín (que era bien chiquito) y nos deportaron. Aunque la presión
internacional hizo que Pinochet me dejara volver, decidimos con Angélica (de
nuevo, todo esto está en la novela, pero es histórico) que no nos instalaríamos
hasta que tuviéramos democracia y garantías de que no me mandarían a un tercer
exilio (si bien retornamos muchas veces, Angélica para acompañar a Christopher
Reeve, y toda la familia para participar en la campaña del plebiscito y la
elección y enseguida la investidura de Aylwin)… Cuando volvimos en 1990
pensamos que era en forma definitiva, pero el país de los recuerdos no fue el
país que nos encontramos y bueno, si los lectores quieren saber cómo se
resolvió este conflicto, tendrán que leer el libro.
P: En la novela,
Joseph Horta le encarga a Ariel que averigüe si Allende fue asesinado durante
el asalto al Palacio de la Moneda o si se suicidó. No le voy a preguntar por lo
que ocurrió, pero sí cuál de ambas versiones, asesinato o suicidio, molestaba
más y a quiénes?
AD:
Agradezco que no me pregunte sobre cuál de estas interpretaciones queda como la
verdadera, ya que es algo que se zanja en forma sorprendente al final de la
novela y no quisiera adelantar algo que, espero, emocione a los lectores. Lo
que sí se recalca en “Allende y el museo del suicidio” es que las posiciones
contradictorias en torno a la muerte del presidente no dependen tan sólo de lo
factual, sino que también de a quién le conviene una u otra versión. Para la
izquierda, durante mucho tiempo (y eso sigue entre muchos sectores), era
imprescindible un mandatario que murió combatiendo, al que los militares
asesinaron. Para la dictadura y sus cómplices fue igualmente crucial que se
hubiera quitado la vida porque lo interpretaban como un acto de cobardía y
reconocimiento de su fracaso. Y todo se hace más complicado cuando comienza la
transición y hay que enterrar a Allende (en muchos sentidos). Construí mi
novela tanto como una investigación de los hechos como una mirada a quiénes
buscan sacar provecho de una u otra tesis, es decir, una radiografía no sólo de
un hombre sino de un país polarizado.
P: Acabamos por
hoy: ¿Sigue vivo hoy en Chile el ejemplo y el recuerdo de Allende? ¿Y el de
Pinochet?
AD:
Allende sigue muy vivo, aunque no está claro si lo que se recoge de él es una
leyenda, unos lemas, una imagen, o si hay posibilidades de llevar a cabo
recuerdos y homenajes más complejos, abrir un diálogo con el pasado que no sea
simplista. Creo que Boric lo entiende así. En cuanto a Pinochet, cuando murió
en diciembre del 2006, yo advertí en comentarios en The New York Times y El
País, que su sombra iba a persistir durante mucho tiempo y que había que tener
cuidado de no celebrar su desaparición en forma prematura. Desafortunadamente,
tuve razón, como ahora se nota en la reivindicación de Pinochet que hace gran
parte de la derecha insurgente y quizás mayoritaria. Y esta visión siniestra de
rehabilitación del dictador conlleva un ataque a Salvador Allende, lo que nos
atrapa en el pasado y no nos permite, como nación, avanzar hacia una única
verdad histórica. He pensado que mi libro, al meterse en la vorágine fracturada
del enigma de la muerte de Allende trasunta el estado desolador del Chile
dividido de hoy.
Herme Cerezo, Diario SIGILO XXI /10/10/2023