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HC. Luis, en primer lugar, enhorabuena por el Premio
Cervantes, un galardón que se otorga a toda una obra, a una trayectoria, a un
buen hacer literario.
LMD.
Muchas gracias, la verdad es que estoy encantado con el premio.
HC. Desde niño parecía inevitable que Vd se dedicara a un
oficio que alimentase su espíritu. Y escogió la literatura, un arte que se
ejerce en soledad.
LMD.
Sí, creo que es un oficio que se relaciona crucial y obviamente con la
escritura, con la memoria, con la imaginación y su destino es asumir tu propia
conciencia, tu propia sensibilidad, y tus particulares percepciones de cómo ves
el mundo. Pero siempre mirando dentro de ti mismo, intentando ser tú el espejo
de lo que hay fuera.
HC. Ignoro, si de joven alguien le animó a escribir. ¿Había
contadores de historias en su familia?
LMD.
En mi infancia viví en un territorio al noroeste de la provincia de León donde
había tradiciones orales. Estaban los filandones y los calechos que, digamos,
eran como instituciones vecinales, reuniones para contar cosas y comentar la
vida. Inviernos inhóspitos, lejanía, pocos medios de comunicación, emisiones de
radio que no llegaban... Te contaré un detalle. El dial no captaba emisoras, pero
se escuchaba una voz única, destemplada, que venía del más allá: la de La
Pasionaria, que sí se oía a través de la Radio Pirenaica, tal vez porque aquel
valle era minero.
HC. Creó el Reino de Celama, un reino sin rey y sin ubicación
precisa, porque necesitaba un entorno donde tejer sus historias y mover sus
personajes. Celama goza de una toponimia (Ordial, Armenta, Bericia, Santa Ula,
Chaguna…) y un santoral (Almo, Lito, Boral, Orzo, Lebo…) muy peculiares.
LMD.
Es verdad. Bueno, con eso he determinado una provincia innominada, con unas
ciudades, que yo denomino ciudades de sombra, y en cuyo suroeste se encuentra
una comarca que se llama Celama y que irradia al resto del territorio. Lo que
hay allí es un poco la supervivencia de una antigüedad que tiene que ver con el
crepúsculo de las culturas campesinas. Y, efectivamente, hay un brote toponímico,
luego asimilado en nombres propios, que me da un juego verbal y proporciona
cierto lustre a mi imaginación y a mi manera de nombrar las cosas.
LMD.
Sí, me asomaba al balcón de piedra… [Carcajada] Muchas, han sido muchas
historias las que se me ocurrieron, porque he tenido una larga vida de
funcionario municipal y como tal me encontré con grandes profesionales y amigos
que se dedicaban a administrar la realidad. Como profesión, tuve la suerte de
disfrutar de un destino para trabajar en lo que debía y un observatorio para
ver la vida en la plaza. Y en la Plaza Mayor, como es un espacio urbano
concéntrico, parece que todo se dirige hacia ella. Aquí en València también hay
muchas plazas maravillosas. Las conozco bien. Y en todas ellas fluye la vida. La
verdad es que lo municipal es algo muy importante. Ahora andamos por otras
esferas, más ajenas y lejanas, pero el día a día de la vida de las ciudades
está en esa realidad
HC. Se confiesa orgulloso del trabajo que desarrollaba junto
con los demás funcionarios municipales. Ser funcionario es una profesión mal
reconocida a mi entender, denostada desde los tiempos de Larra. Una lacra
complicada de sanar.
LMD.
No soy un exagerado cuando digo que los más grandes profesionales que he
conocido en mi vida eran servidores del municipio de Madrid, por encima de todo
lo que vino luego. Personas con una gran responsabilidad y con unas capacidades
enormes. Mira, solo hay que fijarse en Italia, una nación que tiene mucho voy y
vengo: el funcionariado sostiene la realidad de lo que son los países
progresistas. ¡Qué bonito esto que acabo de decir!
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HC. Sí, señor. Bonito de verdad. Para escribir dijo Vd que sólo necesitaba un cuaderno y conocer el título de la obra. Y que, bastante antes del final, le surgía la última frase de lo que está escribiendo. No cabe ninguna duda de que, en su caso, la aventura de escribir es un continuo proceso de descubrimiento.
LMD.
Claro, hay una frase muy bella de Henry Miller que dice que escribir es
descubrir. Y es verdad, porque es eso. Escribes y, a través de la escritura y
de las frases que componen imágenes e ideas, vas descubriendo las cosas. Sí, yo
vivo en esa tensión de las palabras y su sentido. Y todo es un proceso de
descubrimiento. Obviamente, puedo tener una idea previa de la fabula que quiero
contar. Por eso hay un cuaderno donde anoto cosas, un cuaderno de bitácora para
la navegación de lo que voy a ir escribiendo. Y es verdad lo que comentas. Todo
arranca con una idea primitiva, originaria, que ha de sustanciarse con un
título, del que yo necesito disponer antes de escribir. Por eso, a veces, mis
títulos son un poco excesivos, no funcionales, o no sé cómo, y han de contener
la sustancia poética. Cuando yo digo ‘La fuente de la edad’ ahí ya está la idea
de lo que voy a contar.
HC. Se ha anticipado Vd a mi siguiente pregunta. Pero se la
voy a formular igual. Cuando uno lee ‘El asesinato de Rogelio Ackroyd’ en una
portada, sabe enseguida que la novela va de un crimen. Sin embargo, en sus
títulos, ‘Días del desván’, ‘Las estaciones de la memoria’, ‘Vicisitudes’,
‘Fantasmas del invierno’, ‘El expediente del náufrago’, ‘El espíritu del
páramo’, por citar solo unos pocos, encontramos palabras muy evocadoras, palabras
que pueden esconder tantas ideas e historias que atraen al lector, porque
disparan su imaginación.
LMD.
Bueno, ¡qué más quisiera yo! Claro, la vía del título, que para mí es la idea
poética de lo que voy a escribir por decirlo en un sentido metafórico,
simbólico o como queramos llamarlo, es un punto de apertura. El lector entra
por el título. Mira la primera página y hace un recorrido, que es donde está
toda la transición de lo que quiero contar para fascinarle y darle un toque a
lo que yo entiendo que es el sentido de la vida, que está en mis personajes, que
son numerosos y corren muchas vicisitudes. Luego ese camino me lleva a un final
que desconozco. Hay una parte misteriosa en eso. A veces tampoco quiero
construir una trama cerrada, pero sí es verdad que, con frecuencia, y aunque
parezca un poco osado decirlo, hay un momento en que se me desvela la última
frase, la que va a cerrar la novela. Y, generalmente, esa frase sería el límite
de la idea poética con la que está escrito. Aunque esto parezca un poco de
aritmética o de geometría, la vida es así. ¿Qué le voy a hacer yo?
Clico la tecla de stop. Un alto en el camino. Tomo una pausa
mientras miro a la pantalla. Repaso algunos errores mecanográficos. Los
corrijo. Aún queda un buen tramo de entrevista, pero siento como si quisiera
que la transcripción durase mucho tiempo. A través de los auriculares me llega
la sensación de que Luis Mateo Díez me dicta las respuestas. Una palabra detrás
de la otra, dichas con el sosiego indispensable de quien construye belleza
mientras habla. Bebo un sorbo de té. Aprieto la tecla del play. Prosigo.
HC. A pesar de su ya larga trayectoria como narrador, no hace
mucho manifestó que las historias continuaban asaltándole para que las escriba.
Después de haber creado más de cuatrocientos personajes en sus libros, ¿ahora son
ellos los que le dictan lo que tiene que escribir?
LMD.
Bueno, en todo esto de la escritura, en un momento dado sentí la necesidad de
tener no un mundo propio, que tanto nos gusta a los escritores y creadores, sino
un estilo personal. Y no conforme, como te he contado antes, quería disponer
también de un territorio, un espacio imaginario, siguiendo el ejemplo de
Faulkner, Onetti, Márquez y tantos otros. Por eso surgió el Reino de Celama.
Este hecho patrimonializa mucho lo que puede ser la imaginación de tus
historias y, sobre todo, la existencia de tus personajes. Ellos están ahí y lo
que yo tengo que hacer es descubrirlos y apresarlos. Esa es mi tensión de
escritor. Yo no salgo de mi territorio, donde están contenidas todas mis
historias. Pero también es verdad, que hay personajes que me dan la espalda y
que ya podían ser más educados conmigo.
HC. En general, me gustan todos sus personajes, pero personalmente
siento predilección por Ciro, el único muerto vivo del valle, un alma en pena.
LMD.
[Risas]. ¡Pobre Ciro! Tuvo una vida muy desdichada. Era un poco inocentón y vivió
muchas desgracias amorosas. Amores equivocados. Se enamoró de una prima, lo que
a su madre no le parecía bien y no le dejaba hacer. Luego el pobre hombre
falleció dentro de esa enorme mortandad que fue nuestra Guerra Civil y, como
todo estaba lleno de muertos, no tenía
sitio donde reposar. Es uno de mis personajes más patéticos y tristes. Y, sí,
yo también le quiero mucho.
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tener un estilo propio, que cuando alguien lea un texto sepa que es suyo. Pero, ¿es consciente de que, a su vez, su forma de escribir también influye en otros autores? Los maravillosos cuentos de su paisano Pablo Andrés Escapa me recuerdan su forma de narrar.
LMD.
¿Sabes lo que me ocurre? Pues que yo me siento dentro de un largo aprendizaje
en el que tanto debo a todo lo que he leído. He asumido la condición de
heredero de todo eso, pero soy un heredero sin herencia. Entonces, cuando surge
un escritor como Pablo tampoco hay herencia. Puede existir alguna
concomitancia, algún elemento en común, pero nada más. Leer a Pablo a mí me
enriquece.
HC. A la hora de crear personajes, Vd se ha fijado en la
gente corriente, esa que lleva la mochila cargada de «existencias normales»,
con sus vicios, virtudes, calamidades y alegrías grises. Parafraseando a García
Márquez ¿lo hizo porque ese tipo de personajes no tenía quien le escribiera?
LMD.
Pensaba en la aventura a la vuelta de la esquina. Es un matiz algo
faulkneriano, pero de ahí venimos. Es un poco la idea de la aventura de lo
cotidiano, de la grandeza de las cosas pequeñas… Al volver la esquina te puedes
encontrar con lo más inesperado. Lo mío son ideaciones del común de las cosas,
de la gente habitual y empezar a hacer prospecciones en esos valores
sustanciales y misteriosos, muy de los seres humanos, que parecemos anodinos. Es
algo que siempre me interesó mucho. Nunca me apeteció ir a cazar leones al
África salvaje. Esa gran aventura a mí jamás me atrajo, aunque, dado el tiempo
ecologista que vivimos, podría decir que era por respeto a los leones [risa
leve]. Pero eso no lo puedo decir, porque he disfrutado mucho con los leones en
los circos. Y si digo eso me corren. [Pausa muy breve] ¡Oye, no lo pongas! Me
matan… Bueno, sí. Ponlo. Me gustaban mucho los leones en los circos. Es la
vida. ¡Qué le voy a hacer!
HC. Siempre le ha interesado el humor. Ahora mismo también. Está
presente en todos sus relatos. Sin embargo, ¿quizá en ‘Mis delitos como animal
de compañía’, su penúltimo título, se percibe más que en otros?
LMD.
El siguiente, que es ‘El limbo de los cines’, sería no humorístico, sino
desternillante. Hombre, el humor ha estado continuamente presente en mi vida,
en contraste con la desgracia. Aunque, no siempre soy yo alguien que haya ido
por ahí haciendo payasadas. Tengo un sentido de la vida donde se ahonda en la
tristeza, en los sentimientos ingratos y en las penas que da vivir tantas
veces. Pero el humor me parece una actitud liberadora. Es lo más difícil que
hay y es lo que nos salva. En todo lo referido a las relaciones humanas, en lo
cotidiano, una visión humorística es mucho más agradecida que una visión
pesarosa. Mejor no andar por la vida dando pésames.
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HC. Usted es académico de la Lengua. Lleva 17 años ocupando el sillón de la letra I mayúscula, ¿qué le aporta esta actividad en su quehacer literario?
LMD.
Es verdad. Y es una silla heredada de Claudio Rodríguez nada menos. Fíjate tú,
menuda responsabilidad. Ser académico me aporta muchas cosas, sobre todo el
trabajo de las comisiones. Los plenos, donde se hacen otro tipo de
requerimientos y se divaga más, no tanto. Las comisiones significan trabajar
sobre las palabras, un análisis concienzudo de los nuevos vocablos que van
llegando. La mía es la de Humanidades y, como las entradas del
diccionario rondan por entre las noventa y las cien mil, algunas vienen ya de
muy antiguo y hay que matizarlas. Se hace un repaso de acepciones, se discute
mucho y ese contraste es tremendamente creativo. Es una labor de lingüista y de
lexicógrafos, pero también de la experiencia de las profesiones, porque eres un
poco dueño de las palabras profesionales. Pienso que en el caso de los
creadores y de los poetas somos unos francotiradores del lenguaje, porque
tratamos de ir más allá de lo debido y eso es muy importante para el
enriquecimiento de la lengua.
HC. Tengo entendido que le hubiera gustado saber dibujar. Su
hermano, Antón, que fue profesor de dibujo aquí en València, sí sabe hacerlo.
Si hubiera tenido buena mano para ello, ¿hoy estaríamos hablando de un Luis
Mateo Díaz, autor de cómics?
LMD.
Antón era un dibujante extraordinario, es verdad. Y sin duda que yo me hubiera
atrevido a dibujarlos. Los cómics, y el cine, forman parte de mi vida. Creo que
el aprendizaje de lo imaginario de un niño, propicio a escribir y a hacer cosas
de estas, estaba en los tebeos, en el cine y después en la lectura. Y en mi
caso, también en la oralidad, en la fortuna de vivir un mundo vecinal donde las
tradiciones orales estaban presentes en aquellos inviernos con tanta nieve,
escuchando lo que contaban y comentaban los mayores. Además, yo era un niño
bastante bien y viví en un hogar donde había una biblioteca y un padre que daba
normas de comportamiento literario.
HC. Ha venido a València a participar en el Golem Fest. Estos
festivales siempre ofrecen la posibilidad de hablar con sus lectores, ¿le
interesa el feedback que le puedan ofrecer?
LMD.
Me interesa mucho ese contacto con los lectores. Fíjate, el otro día, con lo
del Cervantes, me preguntaban acerca de cómo aceptar el hecho de que me hubiera
pasado una cosa tan extraordinaria en la vida como esa. Y yo intentaba
racionalizar el asunto y les decía que esto se lo debo a mis lectores. Esa vía
de conexión que nos une, en ocasiones parece una excusa de no se sabe bien qué,
pero yo tengo mucho lector cómplice, mucha seguridad en mis lectores y eso es
una suerte. Este tipo de eventos como el Golem son fundamentales para establecer
ese contacto con ellos. Y en su respuesta he sentido la exigencia. A mí un
lector cómplice no me hubiera permitido escribir una novela liviana para ganar
un premio cualquiera. Se hubiera dado de baja y hubiera dicho este escritor me
ha decepcionado. Yo acepto el reto de mis lectores y me siento un escritor
exigido.
HC. Le he traído aquí un ejemplar de ‘Días del desván’ y otro
de ‘Mis delitos como animal de compañía’ [le muestro los libros]. Entre la
publicación de ambos median veintisiete años. ¿Qué diferencias encuentra Vd en
su literatura de antes y la de ahora?
LMD.¡Qué
largo camino! Cuarenta años nos contemplan… Estilización, sin duda. Haber ido
delimitando mucho mi mundo hacia la metáfora y el símbolo y llevado la
escritura a un punto de estilización, que diría que la sencillez o la
naturalidad se nutre cada vez más de complejidad.
HC. Cerramos la entrevista como la comenzamos: con el Premio
Cervantes. ¿De todas las personas de su entorno, vivas o muertas, en quién pensó
al enterarse de que había sido galardonado?
LMD.
pensé en mis ausencias, esas ausencias que todos tenemos. En Margarita, mi mujer, que se me murió hace unos
años, en mis padres… En los ausentes.
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HC. Bueno, aún queda para un repique: mucha gente se alegró de que le concedieran el Premio Cervantes.
LMD.
Lo sé. Tengo demasiada gente que me quiere y admira. Y me lo hace saber. En eso
he de sentirme una persona enormemente satisfecha. Por eso yo no puedo venir
aquí ahora, ponerme en plan arrogante contigo y decirte qué me vas a preguntar.
No. Esa no es mi manera de ser.
Platicar. Conversar. Charlar. Hablar. Decir. Preguntar.
Responder. Contestar... Todos esos términos tienen un denominador común: la
palabra. A su manejo nos habíamos aplicado durante todo el rato. Pero el tiempo
de la entrevista había concluido. Discurrió con enorme placidez. Demasiado
rápida, quizá. Tranquila. Apagué la grabadora, mientras Luis Mateo Díez nos
firmaba ejemplares de sus últimas entregas. Posó para la cámara. Siempre nos
quedarán esas fotos en La Placita para la memoria y el recuerdo. Y eso fue
todo. Que fue mucho. A veces, los minutos esconden más de sesenta segundos.
Aunque no nos demos cuenta.