«Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar» (Jesús Carrasco, Intemperie)

sábado, 25 de noviembre de 2023

Luis Mateo Díez, Premio Cervantes 2023: «Los escritores somos como francotiradores del lenguaje. Nos gusta ir más allá de lo debido»

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Nº 676.- Viernes. 17 de noviembre de 2023. Ha pasado ya más de una semana. He demorado a propósito la transcripción de la entrevista de hoy. Por otra parte, mucho tiempo esperada. Como si pretendiese que las palabras cogieran poso. Solera. De ninguna manera quería que el recuerdo perdiera la magia del momento inolvidable. Esa misma magia que llevó a Luis Mateo Díez, Premio Cervantes 2023, a asistir a la V Edición del Golem Fest celebrada en València, donde además fue premiado. Pero ya es hora de poner, negro sobre blanco, las palabras que Luis Mateo dejó suspendidas en el recuerdo del Café  La Placita, en la plaza de San Sebastián, muy próxima al Botànic, donde se celebraba el Golem. El escritor de Villablino es la liturgia de la sencillez. Un maestro en la literatura, en la conversación, en la calma, en el deseo de ponérselo fácil al entrevistador. Aconteció a esa hora imprecisa de la media tarde. La luz del Café, amarilla, alumbró nuestro encuentro. La charla. Como telón de fondo su última novela, ‘Mis delitos como animal de compañía’ (Galaxia Gutenberg), la vida, su vida, sus personajes, sus inviernos, sus desvanes,  sus páramos, sus ciudades de sombra, Celama, siempre Celama… Decía el otro día Ana Merino, que conoce bien a Luis Mateo, que Celama, «con su bruma fantasmal que habita en lo soñado, con sus innumerables personajes que murmuran jubilosos» estaba de fiesta por la concesión del Cervantes a Luis Mateo Díez. Me atrevería a decir, antes de comenzar a darle a la tecla, que al otro lado de la ficción, en la realidad de los que le leemos, también se ha recibido con enorme alegría este éxito suyo. Piloto rojo de la grabadora encendido. Nacho Marín, también presente con su cámara, listo para tomar las fotos. Nihil obstabat illud, pues. Iniciamos la conversación.

HC. Luis, en primer lugar, enhorabuena por el Premio Cervantes, un galardón que se otorga a toda una obra, a una trayectoria, a un buen hacer literario.

LMD. Muchas gracias, la verdad es que estoy encantado con el premio.

HC. Desde niño parecía inevitable que Vd se dedicara a un oficio que alimentase su espíritu. Y escogió la literatura, un arte que se ejerce en soledad.

LMD. Sí, creo que es un oficio que se relaciona crucial y obviamente con la escritura, con la memoria, con la imaginación y su destino es asumir tu propia conciencia, tu propia sensibilidad, y tus particulares percepciones de cómo ves el mundo. Pero siempre mirando dentro de ti mismo, intentando ser tú el espejo de lo que hay fuera.

HC. Ignoro, si de joven alguien le animó a escribir. ¿Había contadores de historias en su familia?

LMD. En mi infancia viví en un territorio al noroeste de la provincia de León donde había tradiciones orales. Estaban los filandones y los calechos que, digamos, eran como instituciones vecinales, reuniones para contar cosas y comentar la vida. Inviernos inhóspitos, lejanía, pocos medios de comunicación, emisiones de radio que no llegaban... Te contaré un detalle. El dial no captaba emisoras, pero se escuchaba una voz única, destemplada, que venía del más allá: la de La Pasionaria, que sí se oía a través de la Radio Pirenaica, tal vez porque aquel valle era minero.  

HC. Creó el Reino de Celama, un reino sin rey y sin ubicación precisa, porque necesitaba un entorno donde tejer sus historias y mover sus personajes. Celama goza de una toponimia (Ordial, Armenta, Bericia, Santa Ula, Chaguna…) y un santoral (Almo, Lito, Boral, Orzo, Lebo…) muy peculiares.

LMD. Es verdad. Bueno, con eso he determinado una provincia innominada, con unas ciudades, que yo denomino ciudades de sombra, y en cuyo suroeste se encuentra una comarca que se llama Celama y que irradia al resto del territorio. Lo que hay allí es un poco la supervivencia de una antigüedad que tiene que ver con el crepúsculo de las culturas campesinas. Y, efectivamente, hay un brote toponímico, luego asimilado en nombres propios, que me da un juego verbal y proporciona cierto lustre a mi imaginación y a mi manera de nombrar las cosas.

HC. Compaginó siempre la escritura con su trabajo en el ayuntamiento madrileño. Su oficina municipal recaía a la Plaza Mayor, ¿cuántas historias se le han ocurrido mientras se asomaba a contemplar la figura ecuestre de Felipe III o el trazo de los transeúntes que por allí pasaban?

LMD. Sí, me asomaba al balcón de piedra… [Carcajada] Muchas, han sido muchas historias las que se me ocurrieron, porque he tenido una larga vida de funcionario municipal y como tal me encontré con grandes profesionales y amigos que se dedicaban a administrar la realidad. Como profesión, tuve la suerte de disfrutar de un destino para trabajar en lo que debía y un observatorio para ver la vida en la plaza. Y en la Plaza Mayor, como es un espacio urbano concéntrico, parece que todo se dirige hacia ella. Aquí en València también hay muchas plazas maravillosas. Las conozco bien. Y en todas ellas fluye la vida. La verdad es que lo municipal es algo muy importante. Ahora andamos por otras esferas, más ajenas y lejanas, pero el día a día de la vida de las ciudades está en esa realidad

HC. Se confiesa orgulloso del trabajo que desarrollaba junto con los demás funcionarios municipales. Ser funcionario es una profesión mal reconocida a mi entender, denostada desde los tiempos de Larra. Una lacra complicada de sanar.

LMD. No soy un exagerado cuando digo que los más grandes profesionales que he conocido en mi vida eran servidores del municipio de Madrid, por encima de todo lo que vino luego. Personas con una gran responsabilidad y con unas capacidades enormes. Mira, solo hay que fijarse en Italia, una nación que tiene mucho voy y vengo: el funcionariado sostiene la realidad de lo que son los países progresistas. ¡Qué bonito esto que acabo de decir!

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HC. Sí, señor. Bonito de verdad. Para escribir dijo Vd que sólo necesitaba un cuaderno y conocer el título de la obra. Y que, bastante antes del final,  le surgía la última frase de lo que está escribiendo. No cabe ninguna duda de que, en su caso, la aventura de escribir es un continuo proceso de descubrimiento.

LMD. Claro, hay una frase muy bella de Henry Miller que dice que escribir es descubrir. Y es verdad, porque es eso. Escribes y, a través de la escritura y de las frases que componen imágenes e ideas, vas descubriendo las cosas. Sí, yo vivo en esa tensión de las palabras y su sentido. Y todo es un proceso de descubrimiento. Obviamente, puedo tener una idea previa de la fabula que quiero contar. Por eso hay un cuaderno donde anoto cosas, un cuaderno de bitácora para la navegación de lo que voy a ir escribiendo. Y es verdad lo que comentas. Todo arranca con una idea primitiva, originaria, que ha de sustanciarse con un título, del que yo necesito disponer antes de escribir. Por eso, a veces, mis títulos son un poco excesivos, no funcionales, o no sé cómo, y han de contener la sustancia poética. Cuando yo digo ‘La fuente de la edad’ ahí ya está la idea de lo que voy a contar.

HC. Se ha anticipado Vd a mi siguiente pregunta. Pero se la voy a formular igual. Cuando uno lee ‘El asesinato de Rogelio Ackroyd’ en una portada, sabe enseguida que la novela va de un crimen. Sin embargo, en sus títulos, ‘Días del desván’, ‘Las estaciones de la memoria’, ‘Vicisitudes’, ‘Fantasmas del invierno’, ‘El expediente del náufrago’, ‘El espíritu del páramo’, por citar solo unos pocos, encontramos palabras muy evocadoras, palabras que pueden esconder tantas ideas e historias que atraen al lector, porque disparan su imaginación.

LMD. Bueno, ¡qué más quisiera yo! Claro, la vía del título, que para mí es la idea poética de lo que voy a escribir por decirlo en un sentido metafórico, simbólico o como queramos llamarlo, es un punto de apertura. El lector entra por el título. Mira la primera página y hace un recorrido, que es donde está toda la transición de lo que quiero contar para fascinarle y darle un toque a lo que yo entiendo que es el sentido de la vida, que está en mis personajes, que son numerosos y corren muchas vicisitudes. Luego ese camino me lleva a un final que desconozco. Hay una parte misteriosa en eso. A veces tampoco quiero construir una trama cerrada, pero sí es verdad que, con frecuencia, y aunque parezca un poco osado decirlo, hay un momento en que se me desvela la última frase, la que va a cerrar la novela. Y, generalmente, esa frase sería el límite de la idea poética con la que está escrito. Aunque esto parezca un poco de aritmética o de geometría, la vida es así. ¿Qué le voy a hacer yo?

Clico la tecla de stop. Un alto en el camino. Tomo una pausa mientras miro a la pantalla. Repaso algunos errores mecanográficos. Los corrijo. Aún queda un buen tramo de entrevista, pero siento como si quisiera que la transcripción durase mucho tiempo. A través de los auriculares me llega la sensación de que Luis Mateo Díez me dicta las respuestas. Una palabra detrás de la otra, dichas con el sosiego indispensable de quien construye belleza mientras habla. Bebo un sorbo de té. Aprieto la tecla del play. Prosigo.

HC. A pesar de su ya larga trayectoria como narrador, no hace mucho manifestó que las historias continuaban asaltándole para que las escriba. Después de haber creado más de cuatrocientos personajes en sus libros, ¿ahora son ellos los que le dictan lo que tiene que escribir?

LMD. Bueno, en todo esto de la escritura, en un momento dado sentí la necesidad de tener no un mundo propio, que tanto nos gusta a los escritores y creadores, sino un estilo personal. Y no conforme, como te he contado antes, quería disponer también de un territorio, un espacio imaginario, siguiendo el ejemplo de Faulkner, Onetti, Márquez y tantos otros. Por eso surgió el Reino de Celama. Este hecho patrimonializa mucho lo que puede ser la imaginación de tus historias y, sobre todo, la existencia de tus personajes. Ellos están ahí y lo que yo tengo que hacer es descubrirlos y apresarlos. Esa es mi tensión de escritor. Yo no salgo de mi territorio, donde están contenidas todas mis historias. Pero también es verdad, que hay personajes que me dan la espalda y que ya podían ser más educados conmigo.

HC. En general, me gustan todos sus personajes, pero personalmente siento predilección por Ciro, el único muerto vivo del valle, un alma en pena.

LMD. [Risas]. ¡Pobre Ciro! Tuvo una vida muy desdichada. Era un poco inocentón y vivió muchas desgracias amorosas. Amores equivocados. Se enamoró de una prima, lo que a su madre no le parecía bien y no le dejaba hacer. Luego el pobre hombre falleció dentro de esa enorme mortandad que fue nuestra Guerra Civil y, como todo estaba lleno de muertos,  no tenía sitio donde reposar. Es uno de mis personajes más patéticos y tristes. Y, sí, yo también le quiero mucho.

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HC. Hace un momento ha citado el estilo. A Luis Mateo Díez siempre le ha preocupado
tener un estilo propio, que cuando alguien lea un texto sepa que es suyo. Pero, ¿es consciente de que, a su vez, su forma de escribir también influye en otros autores? Los maravillosos cuentos de su paisano Pablo Andrés Escapa me recuerdan su forma de narrar.

LMD. ¿Sabes lo que me ocurre? Pues que yo me siento dentro de un largo aprendizaje en el que tanto debo a todo lo que he leído. He asumido la condición de heredero de todo eso, pero soy un heredero sin herencia. Entonces, cuando surge un escritor como Pablo tampoco hay herencia. Puede existir alguna concomitancia, algún elemento en común, pero nada más. Leer a Pablo a mí me enriquece.  

HC. A la hora de crear personajes, Vd se ha fijado en la gente corriente, esa que lleva la mochila cargada de «existencias normales», con sus vicios, virtudes, calamidades y alegrías grises. Parafraseando a García Márquez ¿lo hizo porque ese tipo de personajes no tenía quien le escribiera?

LMD. Pensaba en la aventura a la vuelta de la esquina. Es un matiz algo faulkneriano, pero de ahí venimos. Es un poco la idea de la aventura de lo cotidiano, de la grandeza de las cosas pequeñas… Al volver la esquina te puedes encontrar con lo más inesperado. Lo mío son ideaciones del común de las cosas, de la gente habitual y empezar a hacer prospecciones en esos valores sustanciales y misteriosos, muy de los seres humanos, que parecemos anodinos. Es algo que siempre me interesó mucho. Nunca me apeteció ir a cazar leones al África salvaje. Esa gran aventura a mí jamás me atrajo, aunque, dado el tiempo ecologista que vivimos, podría decir que era por respeto a los leones [risa leve]. Pero eso no lo puedo decir, porque he disfrutado mucho con los leones en los circos. Y si digo eso me corren. [Pausa muy breve] ¡Oye, no lo pongas! Me matan… Bueno, sí. Ponlo. Me gustaban mucho los leones en los circos. Es la vida. ¡Qué le voy a hacer!

HC. Siempre le ha interesado el humor. Ahora mismo también. Está presente en todos sus relatos. Sin embargo, ¿quizá en ‘Mis delitos como animal de compañía’, su penúltimo título, se percibe más que en otros?

LMD. El siguiente, que es ‘El limbo de los cines’, sería no humorístico, sino desternillante. Hombre, el humor ha estado continuamente presente en mi vida, en contraste con la desgracia. Aunque, no siempre soy yo alguien que haya ido por ahí haciendo payasadas. Tengo un sentido de la vida donde se ahonda en la tristeza, en los sentimientos ingratos y en las penas que da vivir tantas veces. Pero el humor me parece una actitud liberadora. Es lo más difícil que hay y es lo que nos salva. En todo lo referido a las relaciones humanas, en lo cotidiano, una visión humorística es mucho más agradecida que una visión pesarosa. Mejor no andar por la vida dando pésames.  

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HC. Usted es académico de la Lengua. Lleva 17 años ocupando el sillón de la letra I mayúscula, ¿qué le aporta esta actividad en su quehacer literario?

LMD. Es verdad. Y es una silla heredada de Claudio Rodríguez nada menos. Fíjate tú, menuda responsabilidad. Ser académico me aporta muchas cosas, sobre todo el trabajo de las comisiones. Los plenos, donde se hacen otro tipo de requerimientos y se divaga más, no tanto. Las comisiones significan trabajar sobre las palabras, un análisis concienzudo de los nuevos vocablos que van llegando.  La mía es la  de Humanidades y, como las entradas del diccionario rondan por entre las noventa y las cien mil, algunas vienen ya de muy antiguo y hay que matizarlas. Se hace un repaso de acepciones, se discute mucho y ese contraste es tremendamente creativo. Es una labor de lingüista y de lexicógrafos, pero también de la experiencia de las profesiones, porque eres un poco dueño de las palabras profesionales. Pienso que en el caso de los creadores y de los poetas somos unos francotiradores del lenguaje, porque tratamos de ir más allá de lo debido y eso es muy importante para el enriquecimiento de la lengua.

HC. Tengo entendido que le hubiera gustado saber dibujar. Su hermano, Antón, que fue profesor de dibujo aquí en València, sí sabe hacerlo. Si hubiera tenido buena mano para ello, ¿hoy estaríamos hablando de un Luis Mateo Díaz, autor de cómics?

LMD. Antón era un dibujante extraordinario, es verdad. Y sin duda que yo me hubiera atrevido a dibujarlos. Los cómics, y el cine, forman parte de mi vida. Creo que el aprendizaje de lo imaginario de un niño, propicio a escribir y a hacer cosas de estas, estaba en los tebeos, en el cine y después en la lectura. Y en mi caso, también en la oralidad, en la fortuna de vivir un mundo vecinal donde las tradiciones orales estaban presentes en aquellos inviernos con tanta nieve, escuchando lo que contaban y comentaban los mayores. Además, yo era un niño bastante bien y viví en un hogar donde había una biblioteca y un padre que daba normas de comportamiento literario.

HC. Ha venido a València a participar en el Golem Fest. Estos festivales siempre ofrecen la posibilidad de hablar con sus lectores, ¿le interesa el feedback que le puedan ofrecer?

LMD. Me interesa mucho ese contacto con los lectores. Fíjate, el otro día, con lo del Cervantes, me preguntaban acerca de cómo aceptar el hecho de que me hubiera pasado una cosa tan extraordinaria en la vida como esa. Y yo intentaba racionalizar el asunto y les decía que esto se lo debo a mis lectores. Esa vía de conexión que nos une, en ocasiones parece una excusa de no se sabe bien qué, pero yo tengo mucho lector cómplice, mucha seguridad en mis lectores y eso es una suerte. Este tipo de eventos como el Golem son fundamentales para establecer ese contacto con ellos. Y en su respuesta he sentido la exigencia. A mí un lector cómplice no me hubiera permitido escribir una novela liviana para ganar un premio cualquiera. Se hubiera dado de baja y hubiera dicho este escritor me ha decepcionado. Yo acepto el reto de mis lectores y me siento un escritor exigido.

HC. Le he traído aquí un ejemplar de ‘Días del desván’ y otro de ‘Mis delitos como animal de compañía’ [le muestro los libros]. Entre la publicación de ambos median veintisiete años. ¿Qué diferencias encuentra Vd en su literatura de antes y la de ahora?

LMD.¡Qué largo camino! Cuarenta años nos contemplan… Estilización, sin duda. Haber ido delimitando mucho mi mundo hacia la metáfora y el símbolo y llevado la escritura a un punto de estilización, que diría que la sencillez o la naturalidad se nutre cada vez más de complejidad.

HC. Cerramos la entrevista como la comenzamos: con el Premio Cervantes. ¿De todas las personas de su entorno, vivas o muertas, en quién pensó al enterarse de que había sido galardonado?

LMD. pensé en mis ausencias, esas ausencias que todos tenemos. En  Margarita, mi mujer, que se me murió hace unos años, en mis padres… En los ausentes.

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HC. Bueno, aún queda para un repique: mucha gente se alegró de que le concedieran el Premio Cervantes.

LMD. Lo sé. Tengo demasiada gente que me quiere y admira. Y me lo hace saber. En eso he de sentirme una persona enormemente satisfecha. Por eso yo no puedo venir aquí ahora, ponerme en plan arrogante contigo y decirte qué me vas a preguntar. No. Esa no es mi manera de ser.  

Platicar. Conversar. Charlar. Hablar. Decir. Preguntar. Responder. Contestar... Todos esos términos tienen un denominador común: la palabra. A su manejo nos habíamos aplicado durante todo el rato. Pero el tiempo de la entrevista había concluido. Discurrió con enorme placidez. Demasiado rápida, quizá. Tranquila. Apagué la grabadora, mientras Luis Mateo Díez nos firmaba ejemplares de sus últimas entregas. Posó para la cámara. Siempre nos quedarán esas fotos en La Placita para la memoria y el recuerdo. Y eso fue todo. Que fue mucho. A veces, los minutos esconden más de sesenta segundos. Aunque no nos demos cuenta.  

Herme Cerezo/Diario SIGLO XXI, 27/11/2023